Hablemos claro. Un colegio tomado por sus alumnos es una anomalía. Pero treinta, es una obscenidad.
El triste, patético panorama, no es nuevo. Pero redobla la apuesta. Irrita a cualquier adulto bienpensante que, con sus impuestos, también sostiene la escuela pública, la altanería desafiante de los alumnos de secundaria «voceros» de la toma. Provocan. Extorsionan. «La toma es por tiempo indefinido. Hasta que la ministra no nos reciba, seguirá».
No hay que ser bachiller por Salamanca para advertir que detrás de esos chicos que se creen dueños de la situación… hay adultos. Políticos y gremialistas. A río revuelto…, ya se sabe como termina el viejo refrán.
Por fortuna, hay padres que rechazan la toma, aunque no tengan autoridad (¡que lamentable!), no para imponerse: ni siquiera para persuadir a sus hijos del error… Y tristemente, hay otros padres que apoyan la anómala, injusta, destructora actitud de sus hijos.
Creo que llegamos a la palabra exacta: destructora. Porque hoy, pero desde hace años, una mayoría de argentinos, directa o indirectamente, se ha enrolado en un extraño y letal ejército: el de los destructores de la educación.
El huevo de la serpiente es antiguo. Séame permitido un recuerdo infantil. Gobernaba Juan Domingo Perón. Por decreto o ley, se equipararon los sueldos de los maestros con los del personal de maestranza: porteros, celadores, maestranza. Una noche salía yo del cine, a la sazón en segundo o tercer grado, con mi padres. Unos pasos adelante, escena típica de un barrio, caminaba mi maestra, y casi a la par, la portera de aquella modesta escuela pública de Núñez. Que se acercó a la maestra, y le dijo:
–¿Vio? Ahora somos iguales.
–No, señora. Ahora ganamos igual. Porque yo puedo limpiar un baño, pero usted no puede dar una clase…
Era mil novecientos cuarenta y siete. A mi breve edad, no comprendí el episodio. Pero los años y las décadas y hasta mi experiencia como profesor me iluminaron. O mejor: me ensombrecieron. Porque la Argentina, tierra de promisión según su préambulo, su Constitución, sus leyes y su historia… empezaba a nivelar hacia abajo. Que en términos de educación, equivale a suicidarse.
Pero volvamos a hoy. A este siglo. A las tomas. Dato preciso y necesario: los treinta colegios usurpados (sí: es usurpación de un edificio público, y el corte de calles, un delito) son el 18 por ciento de las escuelas medias públicas.Para algunos distraídos, una minoría. Para los más despiertos, la repetición aumentada y empeorada de un fenómeno social y educativo que –con razón, por muy demagogo y populista que sea el discurso opuesto– fatalmente drena la población escolar pública hacia los colegios privados. Eso que los tontos llaman «el negocio de la derecha».
Vayamos ahora a la semilla del conflicto. El proyecto de reforma que permite a los alumnos de quinto año a pasar algunas horas en empresas para, sino a foguearse, acercarse al mundo real que tarde o temprano deberán enfrentar, con sus luces y sus sombras.
Aquellos que terminamos el secundario hace más años de los que quisiéramos, vivimos esa novedad como un saludable viento de racionalidad. Incluso, como una experiencia para definir (por sí o por no) una vocación.
Pero algún mezquino y aprovechado destructor les dijo que las crueles, explotadoras, insensibles empresas privadas –¡bien conocemos el discurso cincuentista!– lo único que buscan es mano de obra barata…
Qué curioso ¿Significa que, de la noche a la mañana, un chico de quince años se sentará ante el teclado que domino desde hace más de medio siglo, y superará la calidad de ésta o mi nota de ayer? ¿Debería yo, y tantos profesionales como yo, cada uno diestro en su disciplina, arte, oficio, temer esta especie de Diario de la Guerra del Cerdo, la gran novela de Adolfo Bioy Casares?
No. Sería ridículo. Hablaría mal de nosotros. Insultaría nuestra inteligencia. Sin embargo, eso y no otra cosa les han metido en la cabeza a esos chicos, los destructores de la educación. Destrucción sistemática, me atrevo a decir. Porque la ecuación es tan simple como productiva: menos saber, más votos…
La protesta contra esta medida, y las tomas, que ya se acercan a un mes, contiene una exigencia: los alumnos, ignorantes siquiera de qué empresa se trata y qué produce aquella en la que pasará unos días muy importantes para su futuro… quieren pago por sus servicios.
La madre del borrego. No mantienen vivo este escándalo por sentirse «usados» (palabra que los voceros esgrimen ante las insistentes cámaras): quieren dinero.
Pero eso sí. Despliegan asambleas y reuniones y acaso uno que otro debate, y recitan, solemnes, un libreto. «Hoy tuvimos asamblea con la participación de nuestras familias para resolver cuestiones de organización, contactos con los medios y otras cuestiones que hacen al acompañamiento de la medida de fuerza por parte de toda la comunidad educativa«, le dijo a la agencia Télam Manuel Ovando, vocero del centro de estudiantes del Lenguas Vivas Juan Ramón Fernandez.
«Con la participación de nuestras familias». ¿Favor o en contra? ¿Plegadas al repudio (fuerte y muy eficaz palabra) de la reforma, o a una discusión democrática y civilizada? ¿Con palabras y argumentos propios, o como eco de aprovechadores dirigentes políticos y gremiales, amigos del obsoleto lema «Cuanto peor, mejor»?
Ojo, no exagero. Seguí durante horas, por tevé, todas las entrevistas de estos jóvenes militantes, y cara al frente o con mirada sesgada, no disimularon su hechizo por la izquierda… Creí –muchos creímos– que los jóvenes son la avanzada, y nosotros, los mayorcitos o mayorazos, la reacción, el pasado, la opresión. Craso error. Hoy parecemos aguerridos revolucionarios…
También oí (muchos oímos) una sorprendente declaración de una joven de apellido Schmal: «Los y las (Nota: ¿le suena, lector?) estudiantes le decimos «no» a la reforma educativa. Una reforma que quiere avanzar con la precarización de la juventud, haciéndonos trabajar gratis, en nuestro quinto año, para empresas multinacionales. Que quiere tirar abajo la educación pública. Eso no ayuda en nada a nuestra formación como estudiantes. Ya nos expresamos en las calles, y esta tarde vamos a redoblar la fuerza diciendo ‘Abajo la reforma educativa’, y reclamando la aparición con vida de Jorge Julio López, al igual que la de Santiago Maldonado».
El problema de la pata de la sota… es su inevitable evidencia. Y estas palabras son todas las patas de todas las sotas. Porque la mención de los desaparecidos López y Maldonado poco tiene que ver con el conflicto puntual. Suena a un copy paste ajeno.Dictado.
Un dato a favor de la sensatez: el color celeste identifica a las escuelas que estuvieron tomadas…, pero que levantaron la medida. La antigua Escuela Técnica Raggio, la de Bellas Artes Roberto Yrurtia, y la Escuela Normal Superior Número 1 en Lenguas Vivas Presidente Roque Sáenz Peña.
Y otro u otros. El énfasis de algunos mensajes en las redes.«Tienen que levantar esa toma, mi hija va a quedar libre», dice uno de los miles que los padres de los colegios tomados se intercambian por WhatsApp. Y con más y más fervorosos padres en contra. Muchos, ya presentándose ante la justicia para que termine esta enfermiza, peligrosa y contagiosa situación. Que registra un caso extraño: la equívoca solidaridad. «Es una reforma inconsulta e improvisada», ha dicho Nicolás Grishka, vocal del centro de estudiantes del Colegio Nacional Buenos Aires. Pero, ¿qué tiene que ver el Buenos Aires, que como el Pellegrini, depende de la UBA y no del gobierno porteño?
Otra. Una madre dispara: «No está garantizado el derecho de los chicos y los padres que quieren que haya clases». Según su testimonio, «cuando di mi opinión, las respuestas de muchos padres fueron altamente agresivas. Me sentí muy atacada. Los que no estamos de acuerdo con la toma somos mayoría, pero no actuamos con fuerza. Siempre escriben en las redes los más agresivas, los que tienen armado un discurso político, y tal vez intereses».
En cuanto a las asambleas –en algún caso una farsa–, muchos padres se quejan de la votación a mano alzada: «Limita la libertad de los chicos. Si pudieran votar sin ser vistos, no creo que los resultados fueran iguales».
Por eso, en algunas escuelas –por caso, el Normal 1– se votó con papeles en urnas…
El sábado pasado, en el Lenguas Vivas y según testigos, la mayoría de los alumnos estuvo a favor de la toma y no dejó hablar a los que se oponían. Alguien levantó la mano: «Si seguimos así, la escuela será un lugar de pensamiento único. Un ghetto. Y los disidentes, ¡a la calle!»
Y el cuento de nunca acabar. Mientras las autoridades porteñas apuestan a que la reforma ayudará a articular dos mundos: escuela y trabajo, la UTE denuncia que la toma es «la reacción provocada por ese gobierno al anunciar una reforma que no es más que una estrategia de marketing».
Conclusión: la grieta ha llegado también a ese ámbito. Y fuerte. Con una clara instrucción del ministerio: «El director de la escuela debe denunciar la toma en la comisaría de su jurisdicción».
Pero, en medio de este caos, algunas voces empiezan a iluminar el camino con sensatez. La madre de un alumno de cuarto año revela que «hay chicos enfermos de estrés por todo lo que pasa. Se pierden días de clase muy importantes. Los padres que estamos contra las tomas analizamos empezar acciones judiciales».
Y algunos clavaron una pica en Flandes: «Esta medida de fuerzas afecta el derecho constitucional a la educación de nuestros hijos. Si se prolonga, no habrá otro camino que los Tribunales».
Y la frivolidad, lo falsamente «cool», juega su partido. Los chicos, como fiscales y jueces, deciden quién entra (o no) a la escuela. Y el que quiere entrar… ¡debe firmar un papel!
Desde luego, es imposible controlar el comportamiento de los alumnos que pasan día y noche en la escuela tomada. Ante lo previsible, uno de los padres tronó: «¡Que haya un protocolo de toma, y que los destrozos los paguen los responsables de los alumnos que participan de la toma, y que los profesores que apoyan este desatino también paguen».
Mientras, Soledad Acuña, la ministro de Educación de la Ciudad, resiste el chubasco –la tormenta, mejor– y tiene fe en el diálogo y la sensatez de los chicos. Según ella, influidos por adultos ajenos al problema pero sacándole todo el rédito político y gremial posible.
Reflexión final… pero no última respecto del verdadero problema. Un día de éstos, más pronto o más tarde, las aguas volverán a su cauce, los alumnos a sus aulas, y hasta es posible que la reforma se cumpla con más gloria que pena. Pero el país y su futuro habrán perdido otra batalla frente al gran enemigo: los destructores de la educación.
Sistemáticos, sordos, ciegos, irracionales, enemigos del país, pero libres y sin nadie que, de una vez por todas, los arroje al cesto de basura de la Historia.
Una cuestión de convicción y de coraje. Un remedio moral que no se vende en farmacias.
Fuente : infobae.com